Destruyendo el planeta Tierra

Veinte millones de personas refrendaron entonces la primera jornada de lucha ecológica; reducida al ámbito de los Estados Unidos, cuyo emblema fué la bandera de barras y estrellas enmarcada en círculo y cruzada con el símbolo de la paz. 

Pero, inexplicablemente, se enterró aquel 22 de abril y no volvió a celebrarse hasta hoy, ya con la insignia del globo terráqueo y dimensión mundial. Un comité de California consiguió para este resucitado «Earth Day» movidas multitudinarias en los cinco continentes: plantaciones de árboles, conferencias, siembra de semillas, concursos escolares, conciertos, manifestaciones, adhesión de organismos y personalidades muy relevantes. Los medios de comunicación están difundiendo propaganda gratuita del ecológico evento en Canadá y otro tanto hace la poderosa cadena comercial Body Shop International. 

Para España, donde tantas cosas son desgraciadamente diferentes el «Earth Day» apenas existe. Y, sin embargo, buena falta nos hacen muchos Días de la Tierra, porque es justo decir que entre nosotros el histórico suelo donde vivimos, patrimonio prestado en herencia con destino a nuestros hijos, más bien recibe inmerecido trato de madrastra. Nos lo regala todo en cada amanecer cosechado de sol, aire, agua, alimento, pájaros, vestido, combustible, flores, techo, paisaje... y en pago la contaminamos por doquier: con 60.000 millones de pesetas al año gastados en química (abonos, herbicidas, pesticidas...); con nubes de monóxido de carbono, hidrocarburos, óxido de nitrógenil, azufre, partículas en suspensión, excrementos de la febril actividad humana; con ingente basura orgánica e industrial; con la brasa de los incendios forestales. 

En los últimos 30 años cometimos la valentía de convertir en ceniza y destrucción la décima parte del territorio nacional. Para no adormecer nuestra cuota de responsabilidad personal, porque todos contribuimos a contaminar la Tierra, es educativo en este «Earth Day» grabar, a nivel de reflexión y convicciones, los más sobresalientes y alarmantes azotes que ahora mismo descargamos encima del Planeta, gran morada de todos. 

Estos son: el empobrecimiento y la anemia en la atmósfera, la mampara o tejado del efecto invernadero, la lluvia ácida, la contaminación de origen orgánico, el controvertido agujero de ozono y las montañas de basura (cada persona ensucia 300 kilos al año), el pulmón de 157.000 kilómetros cuadrados de selva tropical que se ha deforestado durante el último período, los 130 millones de envenenados automóviles sólo de Europa previstos para el 2.000. Pero, sin duda, el agente más destructrivo de todos son los ocho mil millones de seres humanos que poblarán el mundo a la inmediata vuelta de 40 años. 

No obstante, existen fundamentos para plantar anhelos sobre tanta depredación, y asistimos al alba de una nueva era ecológica, de la cual también es paradigma este «Earth Day»: la tecnología medioambiental se convirtió en negocio de primer orden; las legislaciones son más restrictivas en la conservación del habitat. Líderes de opinión como la señora Thatcher y el Papa dirigen en un manifiesto público su fe ecológica; artistas, escritores, filósofos, científicos y Premios Nobel, reman a favor de esta universal marea verde; y lo más alentador, los niños están aprendiendo a ser más civilizados con la Naturaleza. 

Hace más de cien años, Noah Sealt, adalid de la supervivencia y jefe de una tribu india que vivió donde es ahora el Estado de Washington, le dijo al hombre blanco: «enseña a tus hijos que la Tierra es nuestra Madre, que todo lo que le ocurre a la Tierra, le sucederá después a los hijos de la Tierra; si los hombres escupen en el suelo se escupen pues así mismos». Por desgracia su profecía se cumplió. De inusitado, comienzan a escasear recursos indispensables para el bienestar y la vida.

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