Las gordas felices no existen
Madrid se viste de gorda. Ha tenido que ser Botero, con su monumentalidad carnal, el que pusiera la celulitis en su sitio. Las madrileñas, tan entregadas últimamente a la mesoterapia y a las inyecciones del doctor Ibarra (que es vasco y quiere traer la esbeltez de Neguri a los páramos de la Castellana) se sienten por fin reconfortadas en su dolor de carne, un dolor que desde siempre han ocultado dentro de la faja, pues Madrid es esencialmente ciudad de fajas, de tocino entreverado, de michelín y de desparrames múltiples. La faja, instrumento de represión, ha sido sustituida en estos penúltimos años por las dietas light, que reprimen el hambre, o por el yoging, que reprime la holganza, o por el agua imantada, que reprime la lógica más elemental. Mientras las nuevas madrileñas se reprimen el placer de vivir (no olvidemos, llegado este punto, el castigo de las vendas frías, el aerobic, las saunas y lo que es peor, las liposucciones) viene Botero e inunda la ciudad de cuerpos generos