Bowie de escándalo en escándalo

Envuelto en un halo de escándalo, con la censura americana pisándole los talones y corriendo un tupido velo sobre los genitales de las estatuas que aparecen en la carátula de su último disco, Bowie publica hoy en España Tin Machine II, su segundo trabajo como miembro de una banda.

En Europa el escándalo de la portada no ha trascendido prácticamente. Los del viejo continente estamos más acostumbrados a ver estatuas desnudas, somos menos inocentes y no nos asombran los músculos bien formados. Posiblemente Bowie -eternamente obsesionado, como la mayoría de los músicos, por los royalties americanos- no era consciente de las consecuencias que una versión actualizada de cuatro esculturas egipcias podía causar en el público más puritano.

El ha declarado, con expresión inocente, que estaba «anonadado, profundamente sorprendido», por las repercusiones de la portada. Bowie es muy buen actor -de vez en cuando, y no precisamente en filmes como Bienvenido Mr. Lawrence o El Ansia- y a pesar de sus palabras y capacidad para fingir candidez, conocemos sus trucos y está claro que este «perro viejo» sabe bastante de las repercusiones económicas que puede tener un escándalo en la industria del disco. Tin Machine II ha nacido de pie. El éxito de ventas es casi seguro, teniendo en cuenta el apoyo promocional previo y, por otra parte, el estilo del disco. 

Música sin excesivos riesgos, que recuerdan al Bowie de los primeros tiempos, aunque con una nota imprescindible de guitarreo rockero. Compases duros, en un tiempo en el que amantes del heavy como Gun's and Roses, The Culi o Skid Row baten records de ventas. Aires psicodélicos en el tema que abre el Lp. Baby Universal, baladas a medio camino entre el conservadurismo de Phil Collins y la tradición romántica de rock, en casos como el de Sony, medios ritmos -en You belong to rock and roll, que recuerdan a Ashes to ashes, memoria de un pasado más que glorioso, de momentos de esplendor, que últimamente se estaban apagando para este camaleónico artista, precursor de miles de estilos. 

Del artificio, estilo Dallas, de The Glass spider tour o de la «naturalidad» en blanco y negro de su gira anterior, Bowie pasa al negro absoluto. A la madurez sonora y una imagen existencialista, intelectual y más varonil que nunca. El resto de los componentes dé su supuesta banda aportan el toque ambiguo e inconfundiblemente rockero.

Matizan los trajes de Armani de Bowie, sus gafas de concha y el cigarrillo a lo Jacques Brel, con tatuajes rockeros, maquillaje en los ojos y botas de tacón cubano. Bowie vuelve a la personalidad, a crear estilo propio y muy probablemente imponer moda. Crear seguidores casi clónicos, como hizo en la época del glam, en su etapa más autodestructiva de Berlín o en sus momentos más galácticos, de principios de los ochenta. Bowie vuelve a travestirse, pasa de dama a caballero y amplía su gama musical en este disco, lleno de arreglos virtuosos, en el que el Duque Blanco, además de cantar, toca el saxo, la guitarra y el piano. 

Toda una gama instrumental, apoyada por Reeves Gabrels (organo y guitarras), Hunt Sales (batería y percusiones) y Tony Sales, al bajo. Música para todas las edades, con letras que recuperan oscuridad. Sonidos que pueden enganchar a oídos adolescentes, ignorantes del pasado y a nostálgicos incorregibles, que no se resisten a creer que Bowie ha perdido su encanto de los setenta.

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