Emma Cohen en minifalda

Cuenta Ana Rossetti en su libro Prendas íntimas que la aparición de la minifalda provocó artículos en algunos periódicos españoles más o menos de esta guisa: «Además de ser una indecencia y sentarle mal a todo el mundo, excepto a Twiggy, que encima está como escuchimizada y enferma, la poca cobertura que presta a las piernas provoca una enfermedad que puede desembocar en parálisis permanente».

«Este vaticinio terrible -dice la escritora- no se debía a murmuraciones de vecindona, sino a artículos de prensa firmados por el corresponsal en Londres de un periódico. Ahora, -añade- lo pienso y me entra risa. ¿Cómo los mandatarios de turno podían decir todas esas barbaridades y quedarse tan anchos?». Semejantes muestras de esquizofrenia intelectual no impidieron, sin embargo, que Ana Rossetti, como tantas otras mujeres de su generación, descubrieran sus piernas para hacer uso de lo que los censores denominaran «la prenda de marras»: «A mí, me importaba un comino. Yo llevé mini porque me gustaba estar fantástica -al menos así lo creía- y mi padre me lo permitía. Me ponía leotardos y botas altas para combatir la parálisis que nos iba a entrar y me arriesgaba a que me salieran hongos. Las botas, decían, dificultaban la transpiración y, a causa del sudor, te podía salir cualquier cosa mala en los pies. Yo, por aquel entonces, vivía en San Fernando (Cádiz) y sufrí como todas las de mi generación a los nuevos reemplazos de reclutas. Salían a la calle como lobos y les daba lo mismo el uniforme de colegio que la minifalda».

El diez de julio de 1964, la diseñadora británica Mary Quant, dicen que plagiando a un arquitecto y diseñador francés, Courreges, presentó a los ingleses una colección de faldas con quince centímetros menos de lo habitual. Esa mujer de origen galés y tan tímida como un rayo de luna salpicó el mundo con un lema: «piernas muy largas, faldas muy cortas» y terminó colándose con su prenda por todas las fronteras. La minifalda olía a revolución y sabía a libertad. Era el instrumento perfecto para terminar con los miriñaques y las puntillas en un mundo donde los hippies y los estudiantes exigían, acunados por las canciones de los Beatles y los Rolling Stones, la remodelación de un sistema opresor, a la vez que buscaban las caricias de una década ruidosa y extravertida.


Mary Quant inventó la minifalda para retrasar su vejez. Acortó la tela para alargar su juventud... Su austero y peripuesto país, por lo que parece, debía de aburrir hasta a la mismísima reina -quien terminó por nombrarla Comendadora de su Orden- que aceptó con absoluta parsimonia la introducción de aquella prenda demoníaca en el templo sagrado del encopetamiento y la estupidez: Ascot.

Mary Quant, un día cualquiera de ese mismo año, 1964, apareció en el hotel Ritz de Madrid con aquella prenda nunca vista en los feudos del caudillo. La diseñadora conquistó de inmediato a todas las artistas españolas -Concha Velasco, Massiel, Karina, Laura Valenzuela, etc..- que ya sabían del tema por el NO-DO y las turistas, y que se hartaron de pagar multas por aparecer de manera indecente en la televisión. Los censores, entonces, estaban detrás de las cámaras con la toquilla en la mano para cubrir escotes en caso de necesidad y para poner orden en caso de desmadre.

Y así, mientras los ingleses inventaban una nueva manera de existir entre drogas, música y vestimentas revolucionarias, la firma Westinghouse, en la Feria de Nueva York, introducía en una cápsula un disco de los Beatles, unas pastillas sedantes, un bikini y un bolígrafo para que los hombres de venideros siglos supieran con exactitud hasta qué grado de desarrollo había llegado la humanidad. Y en París, Sartre rechazaba el premio Nobel en un grito de protesta contra la guerra del Vietnam... Y en Latinoamérica, entre golpes de estado, se preparaban para ofrecernos lo mejor de sus entrañas: la literatura... En España estábamos «casi» como en Africa: «la decencia es la madre de todas las ciencias».

En el Africa negra: Uganda, Kenia y sobre todo Zambia, de hecho, se iniciaba una guerra a lo loco contra la minifalda. Se acababan de crear los estados de Kenia, Tanzania y Zambia. Un etíope, Abebe Bikila, había arrasado en el maratón de las Olimpiadas de Tokyo. Era, en principio, el renacimiento de Africa y, sin embargo, por aquellos lares los poderosos celebraban conferencias de alto nivel proponiendo que la prenda fuese prohibida por ser un instrumento tan colonizador como los tenedores y las corbatas. Los exaltados nacionalistas llegaron a atacar a algunas mujeres... Existieron incluso posiciones tan ridículas como la de una profesora de Pretoria que atribuyó la sequía a un castigo divino contra el pecado que suponía la desnudez.

A los españoles, mientras tanto, se les iba colando gota a gota toda aquella «indecencia» europea y americana contra la que los curas del régimen levantaban el puño -el derecho, por supuesto- los domingos en la iglesia.

En España, se celebraban los 25 años de paz con actos a bombo y platillo. Había que pregonar las cosas buenas del Régimen, colocar en los altares al Generalísimo, concentrar a falangistas y ex combatientes en desfiles y actos religiosos de alcurnia, y preparar el terreno para la presentación de aquella película que marcó historia y que tenía como objetivo enseñar el lado humano del caudillo, Franco, ese hombre de José Luis Sáenz de Heredia... La universidad era cutre y churretosa y abundaban en exceso los bigotillos fascistas... Sí, en la España del 64 todos eran pobres pero, en general, chicos buenos que aguantaban con estoicismo las audiencias, la reunión del gabinete y la letanía de siempre. «Unidad, autoridad y disciplina», decía un Franco que ya se ausentaba de los consejos de ministros para ir a hacer sus necesidades. Y es que, a pesar de todo y, aunque no cesaba de gritar: «Eso, que lo quemen», andaba muy contento con la exposición itinerante «España 64», (un resumen de las buenas obras del franquismo); la participación de España en la Exposición Universal de Nueva York con una réplica de la carabela «Santa María» y los Coros y Danzas y, por supuestísimo, con aquel golazo de Marcelino con el que España ganó la II Copa de Europa. Fue en un partido contra la URSS, en un estadio abarrotado de forofos y comunistas encubiertos que querían escuchar el himno soviético y ver la bandera roja.

Comisiones Obreras nace «disimuladamente» ese mismo año, los mineros de Asturias -25.000- se lanzan a la calle para protestar y Aranguren y Tierno consiguen hacer resurgir la protesta universitaria. Además, las casas se llenan de electrodomésticos -se inventa aquello de los «cómodos plazos»- y se cuenta que por cada mil habitantes existen dieciocho automóviles. Los españoles habían producido 150.000 coches, 325.000 frigoríficos, dos millones de televisores y habían creado el I Plan de Desarrollo para liberar el mercado.

Manolo Escobar llega a la cumbre con aquella letra que alegra los alberos de una España de pan y vaquillas: «no me gusta que pa los toros te pongas la minifalda» y Saura, a Berlín, con la película Llanto por un bandido que hablaba del Tempranillo. De los problemas generacionales, sin embargo, nadie habla.

Por eso, los padres ponen el grito en el cielo; las niñas, la minifalda y los niños, los vaqueros ajustados, al tiempo que imponen aquella guarrada de moda que era la de guardar el tabaco en el calcetín... La píldora revoluciona la sexualidad de la mujer, se reivindica el amor libre. Mueren los cardados y la laca y la faja, opresoras de la libertad y la independencia, y se pone de manifiesto la celulitis, que también existía. En fin, todo parecía posible. En Madrid aparece el primer radio taxi y en Burgos se descubre petróleo. Se habla de llegar a la luna y de solidaridad... Aunque Franco, empeñado en lo suyo que no era lo de todos, calificara estos nuevos inventos «como una ola de barbarie que azota el mundo». Pero al mundo le importaba tres pitos Franco y sus pantanos y entre la minifalda, las drogas, la música, la contracultura, el cine, la ciencia... se removieron todas las estructuras y empezó, de verdad, la liberación de la mujer.

La minifalda fue la excusa perfecta para machacar aquellas ideas conservadoras. Fue como un movimiento revolucionario que empezó con mucha prudencia y terminó salvajemente. De hecho, la hija de Franco, Carmencita, terminó por incluir la prenda en su ropero (de las nietas ni hablamos) y doña Carmen Polo, que en lugar de faldas compraba collares y ya no estaba para trotes, acabó por hacer la vista gorda.

«La minifalda -dice Pilar Miró- era una buena manera de protestar. El fin de los tabúes. En mi caso descubrí que tenía unas buenas piernas y un buen culo y aquello me halagó. También me daba morbillo correr delante de los grises con las faldas cortas. Te miraban de otra manera y hasta les daba un poco de corte pegarte con la porra. Aquello fue un desplante, un acto de desfachatez. Un signo externo descarado y saludable».

Victoria Camps «La minifalda de los 60 no tenía nada que ver con la falda corta de ahora. No era, ni de lejos, tan mini. Medio palmo por encima de la rodilla fue lo que se permitieron las más osadas seguidoras de Mary Quant. Representó, con todo, uno de los primeros destapes, junto con el bikini. Un atrevimiento en niñas educadas para no llevar escotes ni enseñar las piernas más de lo necesario. La moda no duró: fue superada por la esencia de la estética hippie, que alargó las faldas y significó un rompimiento más total».

Cayetana, duquesa de Alba «Nunca habíamos visto nada parecido, pero enseguida nos apuntamos a la moda. Fui de las primeras en ponérmela y nadie me dijo nada. Puede que los conservadores me criticaran hasta la saciedad, pero a mí me daba igual que lo hicieran. Y eso que las de entonces no eran tan cortas como las de ahora. Con éstas se ve todo. La minifalda es perfecta cuando quien la usa tiene unas piernas bonitas».

Emma Cohen «Por aquel entonces yo vivía en una comuna urbana en Barcelona. No éramos hippies porque no habíamos nacido ni en América ni en Inglaterra, pero nos parecíamos mucho. Vestíamos minifalda o vaqueros, íbamos con El Lobo Estepario de Herman Hesse debajo del brazo, no leíamos los periódicos ni veíamos la televisión del Régimen y no nos asustábamos de lo que viniera más allá de las fronteras».

Pilar Miró «Fue escandaloso para los mayores y muy atractivo para los jóvenes... Y, aunque enseñar las piernas, pudo o pueda significar dar gusto al macho, usarla fue una manera de protestar. Los progresistas la saludaron con un gesto de alivio. Para los fascistas fue un mal trago».

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