Papandreu y su derrota inmerecida
Andreas Papandreu llegó al colegio electoral, enclavado en una desconchada escuela del centro de Atenas, un poco después de las doce y media. Descendió trabajosamente del Mercedes blindado y cruzó entre la nube de policías y vociferantes partidarios con una ausente sonrisa en los labios y agitando trémulo la mano izquierda. Cuando alcanzó el segundo piso estaba pálido, casi transparente.
Dímitra Liani, su joven y rolliza esposa, que había ascendido junto a él los interminables escalones, permaneció en la puerta del aula, observando con mirada severa cómo el anciano dirigente cruzaba a pequeños pasos desde la cabina, situada bajo un retrato del corazón de Jesús, hasta la urna de madera. Después descendieron juntos.
El, vestido de gris, con corbata burdeos y esa calidad amarillenta de la piel que se les pone a los que ya han visto el más allá. Ella, con un ceñido jersey azul, que marcaba todavía más sus exhuberantes proporciones, una falda a rayas color cola de avispa y un aspecto de salud y poderío casi insultante. Mientras al viejo león de la política griega lo introducían casi en volandas en el vehículo, la vigorosa Dímitra se abría paso furiosa, apartando enérgica a gorilas y periodistas. Antes de retirarse definitivamente, el veterano líder socialista se limitó a decir que respondería a las preguntas más tarde, «cuando sepa cómo son los resultados». Sonrió tristemente y añadió: «Hoy los verdaderos jueces son los griegos. Son ellos los que van a juzgar a Andreas Papandreu».
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